En una ceremonia que se inició este 11 de noviembre y finalizará el 18
del mismo, los familiares de estas víctimas recibirán del Estado colombiano
las estructuras óseas, científicamente identificadas, de sus seres queridos.
Corresponden a 78 personas que murieron en la masacre de Bojayá ocurrida el 2
de mayo de 2002, cuando el municipio chocoano fue conmocionado por la explosión
de una pipeta lanzada por las Farc en medio de combates con los paramilitares.
Por: César Augusto Marín
Cárdenas.
“Familiares en primer grado
murieron cuatro, pero recibo los cuerpos de tres: mis hermanos Guillermina y
Dilon, y mi sobrina Sirley. De Fredy, como se iba a llamar el bebé que vivió
menos de 24 horas, no recibo nada porque nació y murió en la parroquia; es
imposible que haya restos óseos de él”.
La tristeza es de Luz Amparo
Córdoba Cuesta, quien recuerda que el primero de mayo de 2002, muy temprano,
sonaron algunos disparos. Cuando verificaron que la guerrilla y los
paramilitares merodeaban cerca del pueblo, los habitantes de Bojayá se
refugiaron en la iglesia, “porque era una de las pocas construcciones en
cemento y por nuestras creencias: que esa era la casa de Dios y allí no iba a
pasar nada”.
Un día después, ocurrió la
Masacre de Bojayá, o para ser más exactos, el exterminio de ese poblado que –un
cilindro bomba lanzado por las Farc a la Iglesia de San Pablo Apóstol para
eliminar a un grupo de paramilitares escondido en el casco urbano– lo transformó
en 79 almas en pena. Cien personas resultaron heridas con la explosión. Hasta
el mismo padrecito Antún Ramos resultó con sangre en medio de la frente. En su
fe las oraciones lo habrían salvado pues otra persona delante de él absorbió la
onda explosiva.
Ese 2 de mayo fue una debacle
anunciada desde los últimos días de abril. Desde las entrañas de la selva se
propagaba el rumor de la presencia de ambos grupos armados cerca de Bellavista,
antigua cabecera municipal de Bojayá y lugar donde ocurrió la masacre. En la
tarde del 30 de abril, los paramilitares bogaron por el Atrato con Bellavista
en la mente. Sus enemigos, los frentes 5, 34 y 57 de las Farc, casi en paralelo
llegaron a Vigía del Fuerte, que no queda en el Chocó, sino en Antioquia, solo
que, en la ribera de enfrente, a un corto vistazo de distancia.
El 30 de abril, los
paramilitares interceptaron las comunicaciones de la guerrilla. Del “toma y
dame” de ráfagas, al otro día falleció el comandante “Camilo” de los ‘paras’.
La guerrilla llegó al barrio Pueblo Nuevo, en la parte norte de Bellavista.
Desde Pueblo Nuevo la
guerrilla disparaba hacia donde se encontraban los paramilitares que estaban al
lado de la iglesia, donde se habían refugiado 400 personas creyendo que sería
un lugar seguro.
La tensión se apoderó del día.
Dicen que en la noche del primero de mayo hubo un mortal silencio, interrumpido
en la mañana del 2 de mayo.
Ese día, hacia las seis de la
mañana, algunos de los que se habían refugiado en la iglesia, entre ellos el
sacerdote Antún Ramos, pidieron a los paramilitares que se fueran del lugar
porque los estaban utilizando como escudo humano, pero como la historia lo ha
consignado en toda Colombia, los ruegos de la población a un grupo armado
ilegal le entran por un oído y le salen por el otro.
Pasadas las 10 a. m., una de
las cuatro pipetas que lanzó la guerrilla estalló dentro de la iglesia. Ni el
Cristo se salvó. Varios heridos fueron llevados a la casa de las monjas
agustinas, por sus conocimientos básicos de medicina. Otros fueron trasladados
hacia Vigía del Fuerte en una procesión encabezada por el padre Antún.
A la fosa y sin rituales
El día después de la masacre,
el padre Antún en compañía de otras personas regresaron a Bellavista con bolsas
de basura, y antes de empacar los restos se dieron cuenta que Minelia, la
loquita del pueblo, además de ayudar a unos sobrevivientes también había
organizado los muertos como creía que eran los cuerpos, como una especie de
rompecabezas fúnebre: la cabeza de un niño con el cuerpo de un adulto, un
tronco con dos pies izquierdos, y así el resto de los miembros.
Los cuerpos de los fallecidos
fueron arrojados a una fosa común, ante el temor a una epidemia y porque la
guerrilla dio la orden de desaparecerlos. Meses después, los cuerpos fueron
extraídos de allí por la Fiscalía, entregados a la Alcaldía municipal y enterrados
nuevamente en el cementerio local y en algunos camposantos de municipios
vecinos, aunque sin la certeza de quién era quién.
Para 2016, la comunidad pidió
que se hicieran nuevamente las exhumaciones para identificar científicamente
los cuerpos, labor que arrancó en mayo de 2017 y que concluye este 11 de
noviembre con la llegada de los cuerpos identificados a Bojayá, para ser
entregados a sus familiares, velados bajo sus rituales y enterrados en un
panteón destinado expresamente a ello.
Fredy nació y murió en la parroquia
Luz Amparo no alcanzó a
refugiarse en la iglesia. “Nosotros vivíamos todos en Bellavista Viejo, pero
bastante distanciados. Yo vivía en la parte de arriba del pueblo y ellos (mis
hermanos y mi sobrina), en la parte de abajo y, como el río estaba crecido, a
los que estábamos arriba nos quedaba muy difícil llegar a la parroquia porque
tocaba en canoa y, en ese momento de los combates, no la teníamos a mano. Mis
hermanos y mi sobrina sí se refugiaron en la iglesia”.
Esa misma noche, su hermana
Guillermina dio a luz en la iglesia a un bebé al que llamaría Fredy. A la
mañana siguiente, cerca de las once, estalló la pipeta. Sus cuatro familiares
murieron al instante. Dilon tenía 28 años, Guillermina disfrutaba los 23,
Sirley había alcanzado los seis años, y Fredy no llegó a cumplir más de un día
de vida.
Luz Amparo define a Sirley
como una niña muy alegre y educada: “Cuando ella hacía algo malo, y sabía que
la iban a castigar, ella misma traía la correa para que la castigaran. Mi mamá
dice que Sirley hacía eso era porque su vida iba a ser muy corta, tal cual
ocurrió”. Por otra parte. ‘Guille’, como le decían a Guillermina, era una
luchadora, y Dilon “muy servicial, alegre y trabajador; le gustaba la
agricultura, era una persona optimista con la vida, siempre miraba hacia el
futuro”.
Wilmar, un niño brillante
Una situación similar a la de
Luz Amparo padeció Elaine Perea Chalá, quien recibirá los cuerpos de su hermano
Herlindo, de once años, y su hijo Wilmar, de cuatro. “Hice dos intentos junto a
mi marido para llegar a la iglesia y no se pudo por el cruce de disparos entre
la guerrilla y los paramilitares. A la iglesia llegaron mis papás, tres
hermanos y tres de mis hijos”, explica Elaine.
“Wilmar era un niño muy
brillante. Cuando le ordenaba hacer mandados no necesitaba llevar un papel con
el listado porque tenía muy buena retentiva”, dice Elaine con emoción al
recordarlo.
Aquel dos de mayo, Wilmar se
fue con sus tíos y otros familiares a resguardar a la parroquia. “Antes de irse
a la iglesia, recuerdo que me dijo: ‘mami, dame enyucado y yo te digo los
números del uno al diez y las vocales’. En el momento de la explosión estaba
dormido y así lo cogió la muerte”.
Su hermano Herlindo, que murió
desangrado por una teja que le amputó una pierna, era “un niño inteligente,
inquieto, hiperactivo”, que estudiaba cuarto grado y profesaba su gusto por la
cría de gallinas, la carpintería y la pesca.
Otro de los hijos de Elaine,
Johan, de dos años, sufrió heridas en la cabeza, de las que se recuperó
después. Sus papás también lograron recuperarse de sus lesiones. “Mi papá murió
años después, pero por cáncer”, explica.
Rituales aplazados
Luz Amparo, Elaine y los
bojayaseños a los que se entregarán los cuerpos de sus seres queridos en pocos
días, hoy se muestran satisfechos. “Estamos con mucha expectativa para la
entrega de sus cuerpos y ya tranquilos porque sabemos que están científicamente
identificados, y una vez nos los entreguen ya podemos ir a llevarles flores a
la tumba de cada cual”, afirma Luz Amparo. Elaine, por su parte, asegura haber
recuperado la confianza, “porque están plenamente identificados y podremos
darles un entierro digno y bajo nuestros rituales afro”.
Los rituales que refiere son
el guali, el chigualo y los alabaos. “El guali y el chigualo son una especie de
versos recitados durante los velorios de los niños. También se le conoce como
arrullo o canto de angelito, y es una tradición que tenemos aquí, africana, en
la que no se llora, sino que se danza y se cantan arrullos”, ilustra Luz Marina
Cañola, sabedora y coordinadora del grupo de ‘alabaoras’ del corregimiento de
Pogue. Los alabaos son cantos fúnebres y de alabanza que, por lo general, se
realizan a capela y referencian el dolor y la esperanza, indica Cañola.
La entrega de los cuerpos
En total, se entregarán 99
cofres que se inhumarán debidamente en un mausoleo construido para 78 cuerpos
plenamente identificados, una fosa llamada 75 que corresponde a los restos misceláneos
que no pudieron ser asociados a los otros cuerpos identificados, un cuerpo no
identificado de un menor cuya edad oscila entre cuatro y ocho años, nueve bebés
que murieron en el vientre de sus madres y ocho víctimas que continúan
desaparecidas; todo ello sin contar la entrega simbólica de dos cuerpos que no
fueron hallados. Las ceremonias tendrán lugar del 11 al 18 de este mes, cuando
culminarán con un sepelio.
Luz Amparo, Elaine y el resto
de los familiares que recibirán los cuerpos de sus seres queridos podrán, más
de diecisiete años después de la tragedia, empezar a cerrar sus duelos. Los
cuerpos de ‘Guille’, Dilon, Sirley, Fredy, Wilmar, Herlindo y decenas de
colombianos más volverán al Chocó, entre alabaos y el amor de los suyos, para
descansar, por fin, en paz.
El director de la Unidad para
la atención y reparación integral a las Víctimas Ramon Rodríguez, acompaña el
entierro final de las víctimas de la masacre de Bojayá
Fotografía: Hakim Nayi
Abushihab Collazos – Unidad para las Víctimas.
Ajuste de contenido y diagramación: bersoahoy.co
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